1 de Febrero de 2011
Parecía
ayer cuando la vi pasear por aquel jardín, ese jardín que en
primavera es un bullicio de alegría, de vida, de cantos, donde los
pájaros tejen una armonía en la que perderse y dejarse llevar por
los impulsos y los sentimientos, donde la razón no tiene ni voz ni
voto, no existe, no importa.
Cuando
empecé a fijarme en su sonrisa sabía que era diferente a las que
había estado acostumbrado durante tanto tiempo, aquellos tiempos de
bohemio en los que deambulaba sin rumbo en busca de sustento para mi
alma, demasiado vacía como para ser contentada por placeres
mundanos. En el momento en que su celestial reflejo se introdujo en
mi retina, supe que la quería. Reunido el valor y el coraje, me
acerqué sutilmente mientras ella contemplaba la arboleda que cubría
el camino principal y entablé conversación. Al principio, temas
efímeros y mundanos eran los tratados. Día tras día, charla tras
charla, empezaba a abrir su interior, a concederme el privilegio de
conocerla, empapándome poco a poco de su naturaleza.
Sé
que el destino, o aquello que considero destino tenía otros planes,
pero ese atardecer en la alberca de aquel jardín no dudé en
confesar todos mis sentimientos, vaciar esa carga que oprimía mi
pecho y no me dejaba respirar. Mi vida se había vuelto en torno a
ella; a su mirada, a sus movimientos, al roce de sus labios, a su
esencia.
Fueron
grandes noches, grandes recuerdos, grandes deseos y propósitos para
un futuro que nunca dejó de ser incierto, que crees que tienes
controlado, mas solo los afortunados merecen tal proeza. El destino
me despojó de su existencia de una forma tan fugaz como vino, y en
mi memoria siempre permanecerá el último destello que vi en su
mirada. Innecesarias fueron las palabras para expresar por última
vez esos sentimientos que el maldito tiempo, por cuestiones que
escapan al entendimiento humano, nos quiso arrebatar.
Ha
pasado mucho tiempo, pero su presencia, siempre tan viva, nunca me ha
abandonado.